El
movimiento de fe en Dios implica en primer lugar un dejar lo familiar, lo conocido y acostumbrado. Implica romper
con seguridades, intereses, juicios y prejuicios del lugar. No hay vida de fe, de obediencia a Dios y a
nosotros mismos sin rupturas y crisis.
Finalmente la fe implica salirse
de uno mismo, confiarse a otro y creer en su palabra.
Vivir
el año de la fe podría llevarnos a pasar por crisis saludables y decidir
rupturas necesarias.
“Anda a la tierra que yo te mostraré”
En
el capítulo 11 de la Carta a los Hebreos encontramos a Abraham caminando en
medio del “gentío inmenso” de los testigos de la fe. Los obedientes a Dios caminan por este mundo
“confesándose peregrinos y forasteros”.
La fe de estos imantados por la “patria” verdadera es fuerza para
emprender el éxodo de la tierra de esclavitud y de muerte, para vencer
adversidades y persecuciones, manteniéndose “firmes como si vieran al
invisible”.
Refiriéndose
al cometido del Año de la Fe el papa nos dice:
“Durante ese tiempo tendremos la mirada fija en Jesucristo, “que inició
y completa nuestra fe” (Hb 12, 2): en el
encuentra su cumplimiento todo afán y todo anhelo del corazón humano. La alegría del amor, la respuesta al drama
del sufrimiento y del dolor, la fuerza del perdón ante la ofensa recibida y la
victoria de la vida ante el vacío de la muerte, todo tiene su cumplimiento en
el misterio de su Encarnación, de su hacerse hombre, de su compartir con
nosotros la debilidad humana para transformarla con el poder de su
resurrección. En él, muerto y resucitado
por nuestra salvación, se iluminan plenamente los ejemplos de fe que han
marcado los últimos dos mil años de nuestra historia de salvación”. (Motu
proprio).