miércoles, 30 de abril de 2014

“Descendió a los infiernos”


El Símbolo de los Apóstoles confiesa en un mismo artículo de fe el descenso de Cristo a los infiernos y su resurrección de los muertos.  En su Pascua, desde el fondo de la muerte, Cristo hace brotar la vida.  Nos anuncia esta Buena Nueva que a todos los seres humanos de todos los tiempos y todos los lugares es ofrecido el don de la salvación.

Con frecuencia llamamos infiernos experiencias humanas donde se densifican la desolación, el dolor y la desesperación.  Pues, también a estos infiernos nuestros desciende Cristo resucitado y allí suscita señales de vida.


1.  Infiernos: ahora lugares de adoración en espíritu y verdad

Cada año, en fechas significativas, en Auschwitz, en Hiroshima, en Chernobil, el 11 de setiembre en Nueva York y muchos otros lugares donde lo trágico de la existencia humana tocó fondo, se congregan sobrevivientes y peregrinos para recordar y anunciar que ni el dolor más grande ni lo inhumano más cruel pueden destrozar la conciencia de la dignidad humana y apagar toda fe en la resurrección. 

Victor Frankl, el fundador de la logoterapia y por su fe sobreviviente de Auschwitz, apunta: “Después de todo, el hombre es ese ser que ha inventado las cámaras de gas de Auschwitz, pero también es el ser que ha entrado en estas cámaras con la cabeza erguida y el Padrenuestro o el Shema Ysrael en sus labios”.
“El pueblo que caminaba en la noche vio una luz grande; habitaban el oscuro país de la muerte, pero fueron iluminados…” (Cf. Is 9,1-6).


2.  “Ancash: un infierno”

Durante las últimas semanas muchas voces lo han dicho e insinuado.  De hecho, en la región todo parecía entrar en un agudo proceso de devaluación: las numerosas muertes violentas y por manos compradas para el crimen quitaban valor a toda vida y nos envilecían a todos; las instituciones encargadas de seguridad, justicia y derechos humanos parecían desviadas de sus fines; medios de comunicación se prestaban para la mentira, la calumnia y el ayayerismo; en las instituciones educativas el enseñar y aprender perdía sentido y aliciente; hasta las palabras y manifestaciones religiosas parecían apariencias sin autoridad.

Sin embargo, en estos días se percibe un cambio.  No solo instancias representativas del país y de la región se han puesto de pie, no solo voces aisladas valientes y decididas resuenan en el ambiente, también en muchísima gente la conciencia ciudadana se ha despertado y en lugar de dejar la cancha a la irresponsabilidad, al aprovechamiento y el crimen, reclaman participación en iniciativas para el bien común.

También a esa realidad cruda y mortífera nuestra ha descendido el resucitado. Él interpela las conciencias, inspira caminos de salida del infierno y une para servir el bien de todos.

Prestemos el oído a las palabras del Papa Francisco: “También aparecen constantemente nuevas dificultades, la experiencia del fracaso, las pequeñeces humanas que tanto duelen.  Todos sabemos por experiencia que a veces una tarea no brinda las satisfacciones que desearíamos, los frutos son reducidos y los cambios son lentos, y uno tiene la tentación de cansarse.  Sin embargo, no es lo mismo cuando uno, por cansancio, baja momentáneamente los brazos que cuando los baja definitivamente dominado por un descontento crónico, por una acedia que le seca el alma.  Puede suceder que el corazón se canse de luchar porque en definitiva se busca a sí mismo en un carrerismo sediento de reconocimientos, aplausos, premios, puestos; entonces, uno no baja los brazos, pero ya no tiene garra, le falta resurrección.  Así, el Evangelio, que es el mensaje más hermoso que tiene el mundo, queda sepultado debajo de muchas excusas”. (EG 277).


3.  “Mi casa: un infierno”

      En cierta medida yo soy mi casa, mi familia, mi vecindad, mi centro de trabajo, mi parroquia, mis allegados…Contribuyo, tengo que reconocerlo, a que estos lugares y espacios tengan olor y sabor a infierno.  Tengo que hacer mío el grito de San Pablo: “Realmente mi proceder no lo comprendo; pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco” (Rom 7,15).
     
      Mi manera de relacionarme con lo que existe, con los demás y conmigo mismo clama por una luz que no puedo dar a mí mismo, por una fuerza que me supera, por un don que tengo que acoger y agradecer.

      Al pedir al Resucitado a descender al infierno del cual cada uno de nosotros es autor y promotor, le pedimos de “derramar por el Espíritu Santo el amor de Dios en nuestros corazones” (Rom 5,5), para que acogiendo el don de Dios nos convirtamos en don para los demás. 

            Acudo nuevamente al Papa Francisco para decir bien lo que quiero decir: “Cuando vivimos la mística de acercarnos a los demás y de buscar su bien, ampliamos nuestro interior para recibir los más hermosos regalos del Señor.  Cada vez que nos encontramos con un ser humano en el amor, quedamos capacitados para descubrir algo nuevo de Dios.  Cada vez que se nos abren los ojos para reconocer al otro, se nos ilumina más la fe para reconocer a Dios”. (EG 272)

lunes, 14 de abril de 2014

“Anunciamos tu muerte, proclamamos tu resurrección. ¡Ven, Señor Jesús!”

Sí, se trata de la aclamación que decimos o cantamos en la misa después del relato de la institución de la Eucaristía.  Muchas veces, reconozcámoslo, no colocamos nuestro corazón y nuestra vida en estas palabras que conmemoran lo central de nuestra fe.  Sin embargo, quiénes con fe viva y agradecida pronuncian estas palabras, acogen el don de la salvación hoy y se ofrecen como discípulos y misioneros de Cristo.


Cuaresma y Semana Santa traen días favorables para hacer memoria de la Pascua del Señor y revisar su impacto en nuestras vidas, en la sociedad y en la Iglesia.

1.  Anunciamos tu muerte.

Jesús nunca habla de su muerte en términos de fatalidad.  Él es el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas.  La da voluntariamente.  Ve su muerte como la del grano de trigo que muere para dar mucho fruto.  Para los suyos su muerte será tristeza que se convierte en alegría.  “No hay amor más grande que este: dar la vida por sus amigos” (Jn 15,13).  Del corazón abierto de Jesús en la cruz brotarán para siempre las aguas vivas del Espíritu Santo que nos hacen recordar y guardar todo lo que él ha hecho y dicho.  Al anunciar con fe la muerte del Señor, no la ubicamos en el pasado.  La proclamamos manantial vivo para quienes hoy optan por el estilo de vida de Jesús de Nazareth y las exigencias de su reino. 
“A veces sentimos la tentación de ser cristianos manteniendo una prudente distancia de las llagas del Señor.  Pero Jesús quiere que toquemos la miseria humana, que toquemos la carne sufriente de los demás.  Espera que renunciemos a buscar esos cobertizos personales o comunitarios que nos permiten mantenernos a distancia del nudo de la tormenta humana, para que aceptemos de verdad entrar en contacto con la existencia concreta de los otros y conozcamos la fuerza de la ternura.  Cuando lo hacemos, la vida siempre se nos complica maravillosamente y vivimos la intensa experiencia de ser pueblo, la experiencia de pertenecer a un pueblo” (EG 270).
Al anunciar con “fe activa en la caridad” (Gal 5,6) la muerte del Señor, nuestra vida personal se somete continuamente a las exigencias del seguimiento de Jesús; también adquirimos los hábitos y las luces para discernir lo auténtico de lo tramposo en la vida social y política así como el deseo y la voluntad de implementar una pastoral que alumbra la alegría del Evangelio. 

2.  Proclamamos tu resurrección

     Una cierta educación tradicional en la fe ha contribuido a quitar a la resurrección del Señor su impacto en la realidad y en la historia.  Proyectando indebidamente la resurrección de Jesús y de los cristianos en el “más allá” contribuimos a una visión pesimista del mundo.  En la “Evangelii Gaudium” el Papa Francisco encuentra palabras convincentes para llamarnos a creer en la victoria del bien sobre el mal y a detectar señales de resurrección.
     “Su resurrección no es algo del pasado; entraña una fuerza de vida que ha penetrado el mundo.  Donde parece que todo ha muerto por todas partes vuelven a aparecer los brotes de la resurrección.  Es una fuerza imparable.  Verdad que muchas veces parece que Dios no existiera: vemos injusticias, maldades, indiferencias y crueldades que no ceden.  Pero también es cierto que en medio de la oscuridad siempre comienza brotar algo nuevo, que tarde o temprano produce fruto.  En un campo arrasado vuelve a aparecer la vida, tozuda e invencible.  Habrá muchas cosas negras, pero el bien siempre tiende a brotar y a difundirse.  Cada día en el mundo renace la belleza, que resucita transformada a través de las tormentas de la historia.  Los valores tienden siempre a reaparecer de nuevas maneras, y de hecho el ser humano ha renacido muchas veces de lo que parecía irreversible.  Esa es la fuerza de la resurrección y cada evangelizador es un instrumento de ese dinamismo” (EG 276).
     No solo proclamamos la resurrección del Señor en los sacramentos de la Iglesia, también la proclamamos en los “sacramentos de la vida cotidiana”.  Encuentro el pulso de la resurrección del Señor en muchos pequeños y discretos de generosidad, en muchas iniciativas de reconciliación y perdón,  en sendas actitudes de defensa de la vida que contradicen lo sembrado por la corrupción y el desprecio de la vida.  La lectura del “evangelio en la calle” se desprende de la lectura del evangelio en el libro sagrado.

3.  ¡Ven, Señor Jesús!

Hace eco en esa entrañable oración de la Iglesia el “marana-tha” de los orígenes (cf. Ap 22,16-21).  Por su muerte y resurrección, por su pascua, Jesús es manantial vivo del Espíritu Santo, acontecimiento permanente de salvación, sacramento de redención universal.  El crucificado, el “levantado en alto” tiene la autoridad del “Yo Soy” (cf. Jn 8,28), del que es y da el ser, del que existe y hace existir, del que vive y hace vivir.  ¡Hagamos brotar esta oración desde nuestras experiencias de vida y sobre todo desde las “sombras de la muerte” que envuelven nuestro mundo y nuestra Iglesia!
Finalmente exprese esta oración, que dice la asamblea litúrgica y que digamos caminando por la calle, nuestra acogida agradecida del don de la salvación y   nuestra disponibilidad de ser discípulos y misioneros del Señor.  “Gratuitamente han recibido; den también gratuitamente” (Mt 10,8).

No puedo sino añadir a esa meditación unos versos de San Juan de la Cruz:

“¡Que bien sé yo la Fonte que mana y corre
aunque es de noche!
Aquesta eterna fonte está escondida
en  este vivo pan por darnos vida
aunque es de noche.
Aquesta viva fonte que deseo
en este pan de vida yo la veo

aunque es de noche.