El Símbolo de los Apóstoles confiesa en un mismo artículo de fe el
descenso de Cristo a los infiernos y su resurrección de los muertos. En su Pascua, desde el fondo de la muerte,
Cristo hace brotar la vida. Nos anuncia
esta Buena Nueva que a todos los seres humanos de todos los tiempos y todos los
lugares es ofrecido el don de la salvación.
Con frecuencia llamamos infiernos experiencias humanas donde se
densifican la desolación, el dolor y la desesperación. Pues,
también a estos infiernos nuestros desciende Cristo resucitado y allí suscita
señales de vida.
1.
Infiernos: ahora lugares de adoración en espíritu y verdad
Cada año, en fechas
significativas, en Auschwitz, en Hiroshima, en Chernobil, el 11 de setiembre en
Nueva York y muchos otros lugares donde lo trágico de la existencia humana tocó
fondo, se congregan sobrevivientes y peregrinos para recordar y anunciar que ni el dolor más grande ni lo inhumano más
cruel pueden destrozar la conciencia de la dignidad humana y apagar toda fe en
la resurrección.
Victor Frankl, el
fundador de la logoterapia y por su fe sobreviviente de Auschwitz, apunta:
“Después de todo, el hombre es ese ser que ha inventado las cámaras de gas de
Auschwitz, pero también es el ser que ha entrado en estas cámaras con la cabeza
erguida y el Padrenuestro o el Shema Ysrael en sus labios”.
“El pueblo que
caminaba en la noche vio una luz grande; habitaban el oscuro país de la muerte,
pero fueron iluminados…” (Cf. Is 9,1-6).
2.
“Ancash: un infierno”
Durante las últimas
semanas muchas voces lo han dicho e insinuado.
De hecho, en la región todo parecía entrar en un agudo proceso de
devaluación: las numerosas muertes violentas y por manos compradas para el
crimen quitaban valor a toda vida y nos envilecían a todos; las instituciones
encargadas de seguridad, justicia y derechos humanos parecían desviadas de sus
fines; medios de comunicación se prestaban para la mentira, la calumnia y el
ayayerismo; en las instituciones educativas el enseñar y aprender perdía
sentido y aliciente; hasta las palabras y manifestaciones religiosas parecían
apariencias sin autoridad.
Sin embargo, en estos
días se percibe un cambio. No solo
instancias representativas del país y de la región se han puesto de pie, no
solo voces aisladas valientes y decididas resuenan en el ambiente, también en
muchísima gente la conciencia ciudadana se ha despertado y en lugar de dejar la
cancha a la irresponsabilidad, al aprovechamiento y el crimen, reclaman
participación en iniciativas para el bien común.
También a esa realidad cruda y mortífera nuestra ha descendido el
resucitado. Él interpela las conciencias, inspira caminos de salida del
infierno y une para servir el bien de todos.
Prestemos el oído a
las palabras del Papa Francisco: “También aparecen constantemente nuevas
dificultades, la experiencia del fracaso, las pequeñeces humanas que tanto
duelen. Todos sabemos por experiencia
que a veces una tarea no brinda las satisfacciones que desearíamos, los frutos
son reducidos y los cambios son lentos, y uno tiene la tentación de
cansarse. Sin embargo, no es lo mismo
cuando uno, por cansancio, baja momentáneamente los brazos que cuando los baja
definitivamente dominado por un descontento crónico, por una acedia que le seca
el alma. Puede suceder que el corazón se
canse de luchar porque en definitiva se busca a sí mismo en un carrerismo
sediento de reconocimientos, aplausos, premios, puestos; entonces, uno no baja
los brazos, pero ya no tiene garra, le falta resurrección. Así, el Evangelio, que es el mensaje más
hermoso que tiene el mundo, queda sepultado debajo de muchas excusas”. (EG
277).
3.
“Mi casa: un infierno”
En cierta medida yo soy mi casa, mi
familia, mi vecindad, mi centro de trabajo, mi parroquia, mis
allegados…Contribuyo, tengo que reconocerlo, a que estos lugares y espacios
tengan olor y sabor a infierno. Tengo
que hacer mío el grito de San Pablo: “Realmente mi proceder no lo comprendo;
pues no hago lo que quiero, sino que hago lo que aborrezco” (Rom 7,15).
Mi
manera de relacionarme con lo que existe, con los demás y conmigo mismo clama
por una luz que no puedo dar a mí mismo, por una fuerza que me supera, por un
don que tengo que acoger y agradecer.
Al pedir al Resucitado a descender al
infierno del cual cada uno de nosotros es autor y promotor, le pedimos de
“derramar por el Espíritu Santo el amor de Dios en nuestros corazones” (Rom
5,5), para que acogiendo el don de Dios
nos convirtamos en don para los demás.