domingo, 29 de mayo de 2016

PAN DE VIDA

1. Mirando el pan de cada día en la mesa, veo y huelo la tierra primaveral en la chacra a la salida de mi pueblo.  Con paciencia y confianza en la bondad de la madre tierra se ha preparado este rincón del planeta para acoger la semilla.  Algo nuevo puede brotar.

Al llevar el pan a la mesa para la Eucaristía, recordemos la humildad y la generosidad de la tierra.  En la cena del Señor permanece la comunión con las energías cósmicas que nos preceden y constituyen un don que posibilita nuestro ser.


2.    También veo en esta chacra a mi padre, el sembrador.  El delantal con el grano cuelga de sus hombros; con paso medido y gesto preciso esparce la semilla.

Amemos la presencia de los campesinos en el pan para la Eucaristía.  En muchos países del mundo pertenecen a la población pobre y marginada.  Su sudor y esfuerzo permanecen en el pan. ¡Comulguemos con los campesinos de nuestro país!


3.    He participado en muchas fiestas donde se compartía el pan.  En el compartir, en la compañía el pan cumple su vocación y alcanza plena dignidad.  La comida del pan en compañía engendra alegría comunitaria y compromiso solidario.

            El pan en la Eucaristía no puede renunciar a su cometido de construir comunidad y de dar testimonio de alegría. “La Iglesia “atrae” cuando vive en comunión, pues los discípulos de Jesús serán conocidos si se aman los unos a los otros como Él los amó” (DA 159).


4.    El pan en el hogar llama por el que está sin hogar.  No hay que invitar siempre a los que siempre son invitados.  Procuremos invitar al que nunca es invitado.  Hagamos gozar de nuestra hospitalidad al que está solo y aislado.  Darle de verdad un trozo de pan, implica darle de nuestra propia vida.

No hay comunidad eucarística sin recordar a los sin hogar, sin incluir a refugiados  y siniestrados, sin tener presentes a los que deambulan por plazas y calles de la ciudad, por caminos que bordean propiedades ajenas (cf Lc 14,15-24).

5.    ¡Cuidado! Ese pan crujiente y apetitoso en tu mesa encierra también una historia conflictiva y realidad dolorosa.  Más de la mitad de la humanidad sufre hambre.  El pan de cada día falta en la mesa de muchos hogares.  Demasiado salarios no alcanzan para que todos los miembros de la familia se sacien de pan en el desayuno.  El pan está amasado con muchas injusticias.

Al pan destinado para el sacrificio eucarístico se refiere también Eclesiático 34,18-22: “Dar a Dios una cosa mal adquirida es una ofrenda sucia; los dones de los malvados no pueden agradar a Dios.  Al Altísimo no le agradan las ofrendas de los impíos; sus pecados no serán perdonados a fuerza de sacrificios.  Ofrecer un sacrificio con lo que pertenece a los indigentes es condenar a muerte a un hijo en honor de su padre. El pan que mendigan es la vida de los pobres; el que se lo quita es un asesino.  Mata a su prójimo el que le quita los medios para sobrevivir; retener el salario de un trabajador es lo mismo que derramar su sangre”.

6.    “Bendito seas, Señor, Dios del universo, por este pan, fruto de la tierra y del trabajo de tu pueblo, que recibimos de tu generosidad y ahora te presentamos; él será para nosotros pan de vida”.

Así rezamos en la misa durante la preparación de las ofrendas: es como pedir al Señor de intervenir y de dar plenitud a las bondades del pan, de redimirlo de su carga de pecado y de alimentarnos con el pan que es Vida y hace vivir, el pan anunciado como “YO SOY EL PAN DE VIDA”.

7.    Fijémonos ahora en las evocaciones de la Eucaristía en el relato del signo del pan en Juan 6,1-16.

Estaba cerca la fiesta de Pascua.  Mucha gente buscando alivio, aliento, curación y de comer seguía a Jesús.  Con una mirada que pasa por los ojos y el corazón de su Padre, Jesús, misericordioso como el Padre, contempla a la gente.  Los discípulos quieren liberarse de ese pueblo molestoso.  Un niño había traído cinco panes y dos peces.  ¿Qué es eso para tantos? Jesús es el Buen Pastor, por eso aparece mucha hierba en ese lugar.  Eran cinco mil, cien veces cincuenta: densa presencia del Espíritu que trae Jesús. 

Jesús toma los panes en sus manos de pobre que aprecian la bondad del pan y lo quieren desvincular de un injusto acaparamiento. 

Jesús da gracias al Padre por el pan.  Así Jesús devuelve el pan a las intenciones originales del creador: administrado según la voluntad del Padre el pan alcanza para todos y sobra.

Jesús parte y reparte el pan.  El Buen Pastor da la vida por sus ovejas y permanecerá siempre en medio de los suyos como un servidor.


Jesús se escapa de las manos de quienes no entienden esta señal.  Huye solo al monte, al monte de la cruz donde dirá: “Tomen y coman: esto es mi cuerpo entregado por ustedes. Tomen y beban: esta es mi sangre derramada por ustedes”

miércoles, 11 de mayo de 2016

¡Derrama, Señor, por tu Espíritu el amor de Dios en nuestros corazones!

Esta oración se inspira en Rm 5,5.- Con frecuencia, en este tiempo pascual que gravita hacia Pentecostés, la voy musitando. Lo hago cuando me siento bien y cuando me siento mal.  Brota de una experiencia de destierro, fragilidad y esperanza que comparto con mucha gente cerca y lejos de mí.  Anhela un corazón nuevo, reconciliado con Dios, con los demás y conmigo mismo.  Esta oración suplica al Espíritu que nos haga recordar la  manera de amar de nuestro Dios, de percibir las huellas de ese amor en nuestro mundo y de vivenciarlo en Iglesia.



1.  El Espíritu nos inserta en el amor de Dios.

Guarda toda su autoridad la afirmación del gran místico del siglo XI, Guillermo de Saint Thierry: “El Espíritu Santo es el amor que hay entre el Padre y el Hijo; es su unidad y dulzura, su bien y su beso, su abrazo”.  La racionalidad seca en la teología de la Santísima Trinidad merece ser sacudida por esta intuición que brota de la oración.

Entonces, pedir al Espíritu que derrame el amor de Dios en nuestros corazones expresa el deseo de participar de ese mismo movimiento de entrega y acogida mutuas que constituyen la comunidad trinitaria.  El Espíritu nos confirma que todo lo que tenemos es don recibido para entregar.  Acogiendo el don de Dios, nos convertimos en don para los demás.

El Papa Francisco recoge la significación existencial del amor de Dios derramado en nuestros corazones en la Laudato Sí: “La persona humana más crece, más madura y más se santifica a medida que entra en relación, cuando sale de sí misma para vivir en comunión con Dios, con los demás y con todas las criaturas.  Así asume en su propia existencia ese dinamismo trinitaria que Dios ha impreso en ella desde su creación.  Todo está conectado, y eso nos invita a madurar una espiritualidad de solidaridad global que brota del misterio de la Trinidad”. (240)


2.  Hay huellas de Dios en nuestro mundo.

Escribo estas líneas, cuando se precisan los informes sobre el devastador terremoto en el norte de Ecuador, cuando un “sismo político” sacude Brasil, cuando todavía no nos reponemos en el Perú de lo desconcertante de las elecciones del 10 de abril, cuando revistas y diarios de nuestro medio siguen ventilando escándalos en nuestra Iglesia, cuando la criminalidad no para en el Callao y en Chimbote a pesar del estado de emergencia, cuando…

Reacciones de solidaridad con los siniestrados del Ecuador mantienen vivo el sueño de la aldea global.  Grupos de jóvenes en el campus de la UNS discuten sobre la segunda vuelta de las elecciones; me hacen recordar la vieja canción: “algo nuevo está naciendo”.  Escándalos y crímenes no pueden silenciar la voz de los mucho más numerosos que diariamente cumplen con su deber. ¿Por qué no me fijo en la alegría desbordante de los niños que a esta hora acaparan la calle? ¿Por qué no doy más importancia a varios enfermos allegados que irradian esperanza? ¿Por qué no me alimento más de la Buena Nueva que Yola sigue anunciando a pesar de la pérdida de lo más precioso que tenía?

Mejor, dejo decir al Papa Francisco lo que quiero decir: “Creámosle al Evangelio que dice que el Reino de Dios ya está presente en el mundo, y está desarrollándose aquí y allá, de diversas maneras: Como la semilla pequeña que puede llegar a convertirse en un gran árbol (cf. Mt 13,31-32), como el puñado de levadura, que fermenta una gran masa (cf. Mt 13.33), y como la buena semilla que crece en la medio de la cizaña (cf. Mt 13.24-30), y siempre puede sorprendernos gratamente.  Ahí está, viene otra vez, lucha por florecer de nuevo.  La resurrección de Cristo provoca por todas partes gérmenes de ese mundo nuevo; y aunque se los corte, vuelven a surgir, porque la resurrección del Señor ya ha penetrado la trama oculta de esta historia, porque Jesús no ha resucitado en vano.  ¡No nos quedemos al margen de esa marcha de la esperanza viva!” (E.G 278).


3.  Como los discípulos de Emaús (cf.Lc 24,13-35)

Como ellos vamos por el camino dando vueltas a nuestras dudas y tristezas.  Cuando en comunidad cristiana meditamos la Escritura Santa, el Resucitado mismo nos habla, hace arder el corazón y querer que se quede con nosotros.  En la Eucaristía, en la fracción del Pan, celebramos el feliz reconocimiento del Resucitado, “su modo de ser pasa en nuestras vidas” (San Juan Pablo II), para ser su Iglesia, núcleo humano de esperanza en el mundo.


       “¡Derrama, Señor, tu Espíritu en nuestros corazones,
       para que en comunidad cristiana
       nos ayudemos mutuamente
       a conocer, amar y seguir a Jesús!”.


     Eduardo Galeano es el autor de esta referencia al vuelo del Albatros que bien podría ser la parábola de la vida conducida por el Espíritu:

     “Vive en el viento, vuela siempre, volando duerme.  El viento no lo cansa ni lo gasta.  A los 80 años, sigue dando vueltas y más vueltas alrededor del mundo.

     El viento le anuncia de donde vendrá la tempestad y le dice dónde está la Costa.  Él nunca se pierde, ni olvida el lugar donde nació; pero la tierra no es lo suyo, ni la mar tampoco.  Sus patas cortas caminan mal y flotando se aburre.


     Cuando el viento lo abandona, espera.  A veces el viento demora, pero siempre vuelve: lo busca, lo llama y se lo lleva.  Y él se deja llevar, se deja volar con sus alas enormes planeando en el aire”.