martes, 21 de julio de 2015

Bienaventurados los afligidos, porque ellos serán consolados.

1.  Jesús entre los afligidos

Ø  Jesús vive en Nazareth de Galilea: un lugar privilegiado para fijarse en el llanto y la aflicción de muchos pobres en el país. El desamparo de ellos va llenando el corazón de Jesús y entra en su oración al Padre.

Ø  Al inaugurar su misión en la Sinagoga de Nazareth, Jesús lo hace con las palabras de Isaías (61,1-9) que señalan a los afligidos del país y les anuncian el consuelo de su Dios.

Ø  Encontramos la sensibilidad de Jesús frente a los afligidos, cuando pregunta al leproso o al ciego:”¿Qué quieres que haga por ti?”  Jesús se deja conmover por las lágrimas de la pecadora en casa del fariseo Simón (Lc 7,36-50). Se acerca a la madre desesperada por la muerte de su único hijo y le dice: “¡No llores!” (Lc 7,11-17).  Jesús mismo llora al compartir el dolor por la muerte de su amigo Lázaro (Jn 11, 1-44).  El Evangelio de Lucas no deja de mencionar que Jesús, al mirar la ciudad de Jerusalén, llora porque no quiere acoger lo que significa para ella la paz del Reino (Cf. Lc 19,41-44).

Ø  No dejemos de recordar que Jesús mismo quiere ser encontrado, reconocido y atendido en los afligidos de este mundo: “En verdad les digo que cuanto hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mi me lo hicieron” (Mt 25,40).


2.  Nuestros mártires en medio de los afligidos

Ø  Cuando Sandro en Santa y Miguel y Zbigniew en Pariacoto inician su misión, la Iglesia latinoamericana ya había celebrado sus encuentros de Medellín y Puebla, herramientas indispensables de un misionero.
       Encontramos en Puebla una evocación muy existencial de los afligidos en el subcontinente y se plasma de una manera lapidaria su significación teológica: un obispo peruano, Mons. Germán Schmitz, tuvo una intervención decisiva para que en Puebla y en las siguientes Conferencias  Generales, incluida la de Aparecida, se reconozca  en el rostro de los afligidos los rasgos, sufrientes de Cristo, el Señor, que nos cuestiona e interpela (P. 27-50).

Ø  “La globalización hace emerger en nuestros pueblos nuevos rostros de pobres.  Con especial atención y continuidad con la Conferencias Generales anteriores, fijamos nuestra mirada en los rostros de los nuevos excluidos: los migrantes, las víctimas de la violencia, desplazados y refugiados, víctimas del tráfico de personas y secuestros, desaparecidos, enfermos de HIV y de enfermedades endémicas, tóxicodependientes, adultos mayores, niños y niñas que son víctimas de la prostitución, pornografía y violencia o del trabajo infantil, mujeres maltratadas,  víctimas de la explotación sexual, personas con capacidades diferentes, grandes grupos de desempleados/as, los excluidos por el analfabetismo tecnológico, las personas que viven en la calle de las grandes urbes, los indígenas y afroamericanos, campesinos sin tierra y los mineros.  La Iglesia, con su Pastoral Social, debe dar acogida y acompañada a estas personas excluidas en los ámbitos que correspondan”. (DA 402)

Ø  Abundan testimonios que confirman que nuestros mártires se detenían frente a estos rostros sufrientes de Cristo.  Hacían regresar la alegría a ojos apagados. Comunicaban dignidad a vidas de mujeres  y hombres marginados.  Les hacían decir su palabra.  Les apoyaban en iniciativas sociales y educativas para que el futuro sea menos triste y menos pesado.  Acompañándoles les hacían experimentar el consuelo de Dios.

3.  Pastoral con consuelo


Ø  La pastoral no es para consolar, pero pastoral que no consuela, no es pastoral especialmente cuando se multiplican alrededor de nosotros los rostros de Cristo sufriente.

Ø  El Pastor y la pastora que consuelan, entran en la vida de la gente por la puerta. Son esperados y acogidos por los afligidos, porque vienen para consolar.  Se toman tiempo para escuchar largos relatos de desgracia, soportan sollozos y llanto, entienden enojo y resentimiento. 
¡Qué alegría, cuando la oveja se experimenta llamada por su nombre!  Esa  mujer maltratada y marginada renace, puede contar su historia, ser alguien.  Los ojos del niño triste vuelven a brillar.  El joven frustrado y desorientado nuevamente vuelve a soñar.  El anciano agradece la compañía.  El pecador se anima a cambiar.
El buen pastor, la buena pastora vienen para sacar del corral, para liberar, para abrir nuevos surcos y seguir a quien es camino, verdad y vida en abundancia.
El buen pastor, la buena pastora dan la vida por sus ovejas. Antes de ser matados, Sandro, Miguel y Zbigniew ya eran vidas entregadas, vidas que consuelan.

Ø       Me da vergüenza, tener que confesar que recién hoy me doy cuenta que en 2 Cor 1,3-7 San Pablo habla 10 veces de consuelo y consolar, del don y la tarea para una Iglesia samaritana en camino: “¡Bendito sea el Dios y Padre de nuestro Señor Jesucristo, Padre misericordioso y Dios de toda consolación, que nos consuela en toda tribulación nuestra para poder nosotros consolar a los que están en toda tribulación, mediante el consuelo con que nosotros somos consolados por Dios! Pues, así como abundan en nosotros los sufrimientos de Cristo, igualmente abunda también por Cristo nuestra consolación.  Si somos atribulados, lo somos para el consuelo de ustedes, que les hace soportar con paciencia los mismos sufrimientos que también nosotros soportamos.  Es firme nuestra esperanza respecto de ustedes; pues sabemos que, como son solidarios con nosotros en los sufrimientos, así lo serán también en la consolación.”



Concluyendo tengamos presente que los días 9 y 25 de agosto celebramos el aniversario de la muerte de nuestros mártires Miguel, Zbigniew y Sandro.  También  honramos la fecha del 28 de agosto conmemorándose los 12 años  de la entrega del informe final de la Comisión de la Verdad y Reconciliación (CVR).  ¡Bienvenidos nosotros si en estos días nos unimos al llanto de los muchos que extrañan a sus seres queridos arrebatados por la violencia!


No cabe duda que los que lloran en este mundo, aplastados y heridos por la desgracia, gozan de una autoridad que no tienen los perdidos en la superficialidad e indiferencia.  Nuestro Dios “ve la aflicción de su pueblo y escucha sus clamores y gemidos” (cf. Ex 3,7).  Él consuela a su pueblo.  Tenemos el derecho de decir lo que nos duele y el deber de consolar al que sufre.